La recuperación y la reconciliación con la memoria histórica.
Algunas reflexiones en torno a las conmemoraciones
Efemérides históricas como las del quinto centenario de la conquista de Tenochtitlan (1521), ligada a la llegada de Hernán Cortés y sus huestes a nuestras tierras, el inicio de la conquista española, y los inicios de la evangelización, así como el bicentenario de la consumación de la Independencia (1821), que tienen que ver con nuestros orígenes fundacionales como nación, nos dan la oportunidad no sólo de profundizar sobre el significado de estos hechos y sus protagonistas, precisar datos y corregir equívocos, sino de superar una concepción maniquea o dualista de nuestra historia, y mostrar la complejidad del pasado y la pluralidad de maneras de analizarlo desde el presente, así como de apostar por un posible y necesario proceso de recuperación y reconciliación con nuestra memoria histórica. Pues si se presenta y reflexiona sobre lo acaecido con la mayor objetividad, esto podría significar la superación de prejuicios históricos y de intereses ideológicos.
La recuperación y reconciliación de y con la memoria histórica debe ser un ejercicio colectivo, y no el trabajo exclusivo de funcionarios, académicos o historiadores, por el que una sociedad en su conjunto echa la mirada atrás en busca básicamente de dos valores: verdad y justicia. Esto, empero, no como un ejercicio de revanchismo, pues no se trata de señalar a buenos y malos, culpables e inocentes, ni de legitimar o deslegitimar, o anteponer una postura, cultura o cosmovisión, sino de sentar las bases para una convivencia sincera y pacífica, porque no se puede construir el futuro sobre la mentira, el agravio o la iniquidad.
Verdad es conocer la realidad de lo que pasó, y llamar a las cosas por su nombre. En la historia existen méritos y culpas, aciertos y errores, y el reconocimiento de éstos no debe tener el objetivo de repartir culpas, realizar juicios morales o reescribir la historia, como algunos acusan, sino el de recuperar la verdad, para ponerla en el lugar que merece, en vez de ese relato ideológico, tergiversado y hasta falaz, que a veces se ha impuesto o ha predominado.
En nuestro país, necesitado de unidad y reconciliación, debido a una profunda polarización social, económica, política, cultural y en muchos otros aspectos, urge precisamente abonar a la unidad y la reconciliación. Sólo si se practica la justicia y se reconstruye con objetividad la verdad de lo acaecido, es posible edificar un futuro de unidad y de paz. Desde la injusticia es imposible reconciliar un entorno. Ocultar ésta, negar que la hubo, disimular que existió, es un falso camino, pues, tarde o temprano, aflora la verdad. La injusticia, por su parte, genera discriminación, agravio comparativo y, por consiguiente, conflicto, latente o manifiesto. Desde la mentira resulta imposible construir la paz. Son la verdad histórica, la práctica de la justicia y la reconciliación los auténticos pilares de la paz.
El resentimiento histórico, cuando existe o se propaga, nace de la transmisión, no necesariamente de un sufrimiento padecido en la propia carne. Es por esto que los transmisores del pasado, los agentes educativos y los historiadores, debemos cuidarnos de predisponer a las nuevas generaciones a despreciar a ciertos colectivos, a odiar a ciertas instituciones, incluidas las personas que actualmente se ubican en ellas, por lo que en el pretérito causaron.
El principal antídoto al resentimiento es el perdón pedido y otorgado, sobre todo en una historia, como la nuestra, pletórica de agravios. Sin embargo, para perdonar se requiere voluntad, tiempo y memoria. Es un acto libre que supone además audacia, fortaleza, humildad, confianza, capacidad para empezar de nuevo y no contaminar el futuro con la historia pretérita.
El perdonar no es sinónimo de olvido, o desmemoria. La experiencia enseña que es precisamente la amnesia la que hace que la historia se repita. La buena memoria debería permitirnos aprender del pasado, porque el único sentido que tiene la recuperación de éste, es que sirva para la transformación del presente.
Por eso debemos plantearnos un desafío más complicado: hacer de la memoria histórica no sólo un instrumento de la verdad y la justicia, sino también un instrumento al servicio de la introspección colectiva como sociedad, un medio que nos ayude a conocernos mejor a nosotros mismos, las dinámicas que nos dirigen y los riesgos que éstas pueden acarrear. En este sentido, una de las frases más recurrentes con relación a la historia es aquella que reza: «los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla». Frase eufónica, pero que no es una fórmula mágica y precisa, ya que dista mucho de resultar evidente. En efecto, a la vista de los hechos, no es sencillo establecer una relación directa entre conocer la historia y no incurrir una y otra vez en los mismos errores. Y esto es así porque no basta con conocer simplemente los hechos históricos, o el discurrir preciso de los acontecimientos. Lo que realmente debemos buscar es conocernos a nosotros mismos como seres humanos y las leyes que rigen nuestro comportamiento social, porque, quizá, si las circunstancias son similares o se repiten, volvería a pasar lo mismo, como de hecho ha ocurrido frecuente y lamentablemente. Los horrores y agravios cometidos en el pasado se han vuelto a producir una y otra vez, en circunstancias parecidas o no.
Por esto, la memoria histórica debe servirnos para comprender qué caminos no debemos transitar, qué instintos no debemos alimentar, qué atropellos no debemos cometer. Y estos caminos prohibidos, que nos llevan inevitablemente al enfrentamiento y el conflicto, no son otros que los de la división interesada de la sociedad en dos bandos, en dos identidades antitéticas, en dos grupos cada vez más alejados y enfrentados. Los argumentos para dicha división pueden ser diversos: la nación, la raza, la clase social o la religión, que han sido varias de las tantas excusas utilizadas eficazmente a lo largo de la historia. Por eso hay que considerar las diferencias culturales o las injusticias sociales, en todo caso, como problemas que resolver, no como banderas que blandir. Y es en este sentido como debe entenderse la memoria histórica: un instrumento necesario para una auténtica y sincera reconciliación, útil para la convivencia, y ajeno a cualquier intento de seguir ahondando en las diferencias.
La Iglesia católica, por su parte, reconociendo la responsabilidad objetiva que une a los cristianos, ha declarado, en diversas ocasiones, ser consciente de la necesidad de pedir perdón a Dios y a los hermanos por las culpas históricas de sus miembros, afirmando que ella misma no teme la verdad que se desprende de la historia y estar dispuesta a reconocer los errores, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas y a los pueblos, lo que no debe entenderse como ostentación de fingida humildad, rechazo de su historia bimilenaria, o un revisionismo histórico de conveniencia, sino como respuesta a una irrenunciable exigencia de verdad que, además de los aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de las diferentes generaciones de cristianos.
Es con este espíritu de reconciliación, de saber pedir perdón y perdonar, de reconocer los méritos y las culpas, con lucidez crítica y actitud solidaria, con el que debemos celebrar las próximas efemérides de nuestra historia patria.
Pbro. Dr. Juan Carlos Casas García
Universidad Pontificia de México
2 comentarios
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