“DÍA DE LA UNIVERSIDAD” 25 DE ENERO, FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO
INAUGURACIÓN DEL AÑO JUBILAR POR LOS 40 AÑOS DE LA REAPERTURA
Celebrar el 40 aniversario de la reapertura de la Universidad Pontificia de México, representa una oportunidad privilegiada para toda nuestra comunidad universitaria, para las autoridades, los benefactores, los estudiantes, profesores, investigadores, personal administrativo y laboral, pero también para todos sus egresados, exalumnos y aquellos profesores que, aunque ya no enseñan en nuestras aulas, nos han dejado una lección histórica de saber que ahora festejamos.
Este aniversario cuarenta es una significativa efeméride que nos invita a entendernos no simplemente como una organización educativa. Nuestro actual esfuerzo por enseñar y aprender, sólo se puede comprender bien, si remontamos la mirada 40 años atrás y más allá porque esta Universidad no es obra de algunos cuantos, como si de caudillos se tratara. Nuestra Universidad, es más bien, un sólido conglomerado de personas y generaciones que se han identificado con esa profunda convicción humanista que brota de la verdad del evangelio. Según esa firme convicción es urgentemente necesario que toda persona pueda hacer valer su derecho al conocimiento científico y al saber humano porque sólo así, podremos construir una sociedad más justa y más solidaria.
Si quienes nos precedieron hace 40 años y más, pensaron en nosotros, toca a nosotros, desde esta identidad común que se ha venido construyendo a lo largo de estas cuatro décadas, hacer trascender responsablemente a las generaciones del mañana, el patrimonio de ciencia y de saber que hemos recibido y acrecentado.
Y a propósito de este aniversario, quiero invitarles a contemplar, en el desarrollo reciente de nuestra Universidad, una réplica de la historia de las Universidades de la cultura occidental. En efecto, hace 40 años, un 29 de junio, solemnidad de san Pedro y San Pablo, se erigió canónicamente la Facultad de Teología y con ella, inició el proyecto de reconstruir la Universidad Pontificia de México. Tres años, más tarde, en 1985, quedaría erigida la Facultad de Filosofía. Posteriormente, en 2004, el Instituto Superior Autónomo de Derecho canónico sería reconocido como Facultad.
Con estas tres Facultades eclesiásticas, además del Instituto Superior de Ciencias religiosas, establecido en 1997, estaban ya dadas las condiciones para la constitución de la Universidad. Fue así que, con Decreto del 25 de julio de 2011, la Congregación para la Educación Católica reconoció a nuestra Institución su estatus de «Universidad», sustituyendo al de «Facultades Teológica y Filosófica Mexicanas». Y todavía más, la misma Congregación reconoció que no habiendo ningún documento pontificio por el cual se hubiera suprimido la primigenia Universidad, fundada en 1551, nuestras Facultades Eclesiásticas Mexicanas y la Facultad de Ciencias y Humanidades, podían usar el nombre, Universidad Pontificia de México, otorgado desde su erección canónica.
En esta breve síntesis histórica, como en la misma memoria presentada por el Dr. Antonio Cano, podemos reconocer la evolución de las Universidades en el Occidente cristiano, tanto en el viejo, como en el nuevo Continente. En efecto, la actual y moderna Universidad nació y surgió, teniendo como corazón a las Facultades eclesiásticas, y más tarde, aparecieron las Facultades civiles, como sucedió igualmente, en nuestro caso reciente, pues es tan sólo hasta hace unos pocos años que se ha fundado, en nuestra UPM, la Facultad de Ciencias y humanidades.
Pero esta evolución de lo eclesiástico a lo civil, se revirtió luego, a finales del siglo XIX, bajo el influjo liberal, de modo que las Universidades de fundación pontificia, en varios países de América Latina, como Perú, Venezuela y, como en nuestro propio país, fueron asumidas, como Universidades nacionales y éstas potenciaron, con éxito, las facultades civiles, pero disolvieron, obviamente, las eclesiásticas.
No debe entonces extrañar que, en la actualidad, siguiendo la misma inercia, también muchas de las Universidades católicas o de inspiración cristiana, en México, en América Latina y en el mundo, han crecido y se han fortalecido, desarrollando ampliamente sus facultades civiles, de manera que las Facultades eclesiásticas, apenas si han podido encontrar lugar en el amplio espacio universitario. No es raro que tales universidades aparezcan hoy en los primeros lugares de las listas que califican a las mejores instituciones educativas. Lo cual es muy digno de aprecio y reconocimiento.
Ahora bien, analizando el fondo de la mencionada tendencia, se podría decir que la razón actual por la que se ha reducido el espacio universitario para las Facultades eclesiásticas es fundamentalmente económica, aunque esta razón supone un círculo vicioso que parte sí, del problema financiero, pero implica otros factores. En general, sabemos que el campo de la educación es difícilmente rentable y lo es, aún más, cuando se trata de las ciencias eclesiásticas. Los clérigos y los religiosos son los destinatarios naturales de estas carreras, pero las vocaciones sacerdotales y de vida consagrada son, ahora, cada vez más escasas, aunque no es para nada escaso el trabajo que a éstos se les demanda en sus comunidades.
Por tanto, el ya de por sí complicado hecho de que sean pocos los que podrían aspirar a las carreras eclesiásticas, se agrava ahora, a causa de que no resulta fácil, para los superiores, disponer de su personal consagrado para destinarlos a un estudio superior, por un par de años, porque ello significa dejar abandonada una plaza de trabajo. Pero, por si esto no fuera ya de suyo complicado, a todo lo anterior, se suma el hecho de que, pocas veces, se dispone del recurso económico para la formación superior de los sacerdotes y religiosos.
Por otra parte, es completamente cierto que resulta muy deseable que también los laicos se inscriban en las Facultades eclesiásticas, pero si la necesidad de estudiar, como sucede en realidad, está en orden a lograr una capacitación laboral para poder sostenerse decorosamente, es claro que no resulta benéfico hacer una inversión de tiempo y de dinero en una especialidad eclesiástica por el simple hecho de que, fuera de la docencia, el campo de trabajo es prácticamente inexistente.
Ahora bien, por lo que respecta a las Universidades pontificias en Europa, sabemos que existen no pocas y cualificadas Universidades o Facultades eclesiásticas y aunque la población estudiantil en el viejo Continente no se reduce al gremio religioso, la escasez vocacional y el desinterés de los laicos por la formación en la fe cristiana agravan el panorama. Por su parte, como ya se dijo, las reconocidas Universidades católicas y de inspiración cristiana, particularmente en nuestro país y en América Latina, apuestan más bien, a ofertar una amplia gama de carreras civiles. Sin embargo, es preciso reconocer con honestidad, que esta oferta, no pocas veces, ahoga la oferta humanista del evangelio.
¿Cuál es entonces el futuro de nuestra Universidad? Cuál puede ser el futuro de esta Universidad que los Obispos de México quisieron reabrir hace cuarenta años, ciertamente conscientes de la responsabilidad educadora que los primeros evangelizadores les heredaron; pero también conscientes del compromiso de formar en la ciencia y los valores humanos del Evangelio a las actuales generaciones y a las del mañana.
Aunque es cierto que nuestras Instituciones de educación básica, media y superior se han fundado sobre la conciencia cristiana de que “la verdad nos hará libres” (cf. Jn 8, 32), no es acaso verdad que nos tenemos que preguntar, sinceramente, ¿por qué no pocos de los egresados de nuestros planteles educativos, si no es que reniegan explícitamente de la fe, de hecho, lamentablemente la contradicen en su ejercicio profesional y laboral? Es tiempo de cuestionarnos, por qué no hemos logrado del todo que la enseñanza, celebración y vivencia de la fe no sean simplemente como un apéndice del ámbito académico o más tristemente aún, como un agregado cultural o folclórico al rigor científico de los currículos de estudio.
En definitiva, sí es verdad que, después de cuarenta años, nuestra Universidad necesita encarar el reto de la sustentabilidad económica, pero no como un fin en sí mismo, sino más bien, para poder seguir impulsando y fortaleciendo el desarrollo de las Facultades eclesiásticas y ya no sólo para el usufructo de clérigos y religiosos, sino también para el aprovechamiento de los laicos, tan deseosos y necesitados de una educación cualificada de su fe. De igual manera, debemos comprometernos en difundir la riqueza de la tradición eclesiástica para beneficio de todos los agentes de pastoral, desde otros perfiles formativos de educación continua que no estén necesariamente regulados por la finalidad de una titulación canónica o civil.
Después de cuarenta años, es tiempo de aclararnos que la solvencia económica de las facultades eclesiásticas, depende de una administración, con estricta disciplina en el gasto, así como de una administración con inteligente y ambiciosa visión en la inversión. Además, es obligado implementar una estrategia de procuración de fondos, tanto más intrépida, como profesional y, por ello, destinada a la creación de un fideicomiso autosustentable porque nosotros que nos dedicamos a enseñar y a aprender, no queremos simplemente que nos den el pescado para comer, sino que nos enseñen a pescar. Así lo exige el sentido de justicia con quienes nos ayudan, pero también el deber humano y cristiano para con aquellos a quienes debemos ayudar.
Por eso, tenemos además que apostar por la creación de nuevas carreras civiles, pero ya no sólo como si de una pura solución económica se tratase, porque éste es ya un proyecto insuficientemente ensayado.
Es necesario hace crecer nuestro Departamento de Educación continua y las carreras civiles de nuestra Facultad de ciencias y humanidades, sobre todo y, primeramente, porque tenemos que hacer el esfuerzo de integrar la multiplicidad de información y conocimientos, propios de las varias ciencias universitarias, con una formación de la persona, de acuerdo a los valores humanistas del Evangelio.
Es un deber urgente, enseñar y aprender todos, a leer no sólo en los libros, sino enseñar a leer y aprender de la realidad para que, de este modo, podamos frenar el creciente analfabetismo en la solidaridad sustentable; es decir, que tenemos que desterrar esa ignorancia que reduce la solidaridad a un puro imperativo social, en flagrante olvido de la fraternidad con el entorno natural. Por ello y para ello es preciso educar en la creatividad y en el emprendimiento socialmente responsable, pero sobre todo, en el emprendimiento orgánicamente operante.
Hay que educarnos todos en el propósito de ser orquestadores de iniciativas que, integradas entre sí, puedan ser más eficaces en sus propósitos. Se requiere, por tanto, educar en la visión universitaria, en la contemplación de la interconexión de todo, en el aprecio por la vitalidad ecosistémica de nuestro entorno. El humanismo que requerimos en la Iglesia y la sociedad debe tener el rasgo de la creatividad orgánica porque ahora estamos penosamente parados en un mosaico desintegrado de iniciativas que compiten entre ellas, pero que no apuntan al bien común y nos convierten en testigos mudos de la corrupción del tejido social y de la catástrofe ecológica.
El humanismo que ahora se necesita, el que debemos construir y concretar en nuestro modelo pedagógico, tiene que partir de la conciencia de que no será jamás suficiente enseñar conocimientos, sino que será siempre imperativo educar personas, es decir, su inteligencia, su voluntad y sus emociones para generar aptitudes y habilidades para el bien de la Iglesia y la sociedad. Necesitamos egresados que promuevan y conformen una cultura más sensible a la crítica realidad de carne y hueso de más de dos terceras partes de la humanidad para quienes, el progreso científico tecnológico que se enseña y cultiva en las universidades, le ha dejado al margen.
La presente emergencia sanitaria nos lleva a reconocer y a prender como una verdad fundamental que no son nuestros inventos tecnológicos los que someterán a capricho la naturaleza, sino que son sus propios mecanismos de autorregulación los que, más bien, acabarán sometiendo nuestros caprichos. Por eso debemos enseñar y aprender a asumirnos solidaria y fraternalmente como una especie que, no obstante, su peculiar inteligencia, habita una casa común, con unas leyes naturales que no pueden ser artificiosa y perversamente trastornadas en favor de algunos cuantos porque, lejos de lo que parece, ninguna ley impone más equidad que la ley de la naturaleza.
Por eso, como reza el salmo 90: el ser humano, rico o pobre, valga decir, haitiano, centroamericano o norteamericano, africano, sirio, afgano o europeo, todos son igualmente como la hierba que, por la mañana brota y florece, mientras que, por la tarde, se marchita y se seca (vv. 5-6)
Después de 40 años, como comunidad universitaria tenemos el reto de formar el corazón de los profesionales de la teología, la filosofía, el derecho, la educación, la psicología, la economía, la salud, y de las demás especialidades para que no sólo conozcan y dominen su ciencia, sino para que también dominen su propia indiferencia ante el dolor; para que sean especialistas en conocer y reconocer la mezquina ambición comercial y la cambien por la compasión ante la necesidad de sus semejantes, así como de nuestra casa común. Nuestros tiempos reclaman no sólo peritos en ciencia, sino también expertos en humanidad.
Después de un largo caminar de cuarenta años por el desierto de la prueba, del examen del corazón, estudiantes, maestros, investigadores, autoridades, trabajadores, benefactores, egresados, comunidad de la universidad Pontificia de México, tenemos mucha tarea, la tarea de conquistar la promesa de la verdad que nos da la libertad.
Por estos cuarenta años de camino de la Universidad Pontificia de México, sean dadas infinitas gracias al Padre de Cristo y al Espíritu de entre ambos procedente. Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur, te aetrnum Patrem ominis Terra veneratur.
Por los años que faltan por venir y por quienes vendrán después de nosotros, “sub tuum praesidium confugimus sancta Dei Genitrix”,
“In Inantzin in huel nelli teotl Dios in Ipalnemohuani.”
Pbro. Dr. Alberto Anguiano García Rector
A 25 de enero de 2022, Tlalpan, Ciudad de México