La conquista de la gran Tenochtitlan (13 de agosto de 1521) es un acontecimiento que debe ubicarse en un horizonte amplio como es el de la conquista española,
o más bien, el de los varios tipos de conquista que se verificaron, y en los que los diversos pueblos indígenas participaron, asumiendo valores como el respeto a la vida, a la dignidad de cada ser humano y a su libre albedrío, propios de la fe judeocristiana, o también ellos mismos conquistando a los europeos con sus conocimientos, tradiciones y culturas antiquísimas.
Se trata, es innegable, de un hecho que cambió la historia de nuestras tierras y de la humanidad, un violento y fascinante encuentro entre dos mundos que todavía excita nuestra imaginación y resalta por la pluralidad y complejidad de sus aspectos positivos y negativos, significados y consecuencias, y nos incomoda como mexicanos con el fantasma de la derrota, como nos obligó a considerarlo Miguel León-Portilla en su Visión de los vencidos.
Sin embargo, contar y repetir la historia de traición para crear sentido “patriota”, es ignorar el origen de este Estado-Nación que hoy llamamos México. Dejar a un lado las versiones de sumisión, conquista y odio, y aceptar que somos producto de un mestizaje (como prácticamente todas las culturas), es lo que nos abrirá las puertas para entender mejor nuestra historia, y alejarnos de la mentalidad conquistada para dar paso a una totalmente abierta al cambio. No se trata de celebrar un triunfo o lamentar una derrota, sino de recordar el doloroso nacimiento del pueblo mexicano que somos ahora, como lo expresó el arquitecto Mario Pani, en la placa ubicada en la Plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México.
Junto con la conquista se dio el proceso de cristianización de nuestros pueblos, en el que labor de los evangelizadores fue abriéndose paso entre graves dificultades, en medio de aciertos y yerros. El conquistador y el misionero europeos, hombres de su tiempo, interpretaron el mundo americano a partir de su posición y visión del mundo, del hombre y de la divinidad, y lo distinto, por no coincidir con esa visión, fue descalificado y juzgado como falso, negativo y hasta diabólico, y, en consecuencia, debía ser destruido y sustituido por lo único “auténtico” y “verdadero”.
En todo esto, sin aprobar o justificar nada de lo que significó opresión, violencia, injusticia y negación del otro, sino buscando comprender mejor los acontecimientos, debemos tener en cuenta aquello que, hace ya más de dos mil años, el historiador griego Polibio afirmó: «Es imposible formular un juicio válido, en bien o en mal, sobre cualquier hecho histórico si no se tiene en cuenta el momento en que se produce. Si la situación cambia, los juicios de los historiadores, por más penetrantes y justos que parezcan, resultan desatinos inadmisibles».
Afortunadamente no todo fue destrucción, atropello y violencia; muchos misioneros desde el principio alzaron su voz profética para condenar la encomienda, censurar los malos tratos infligidos a los indígenas, e incluso poner en tela de juicio la licitud misma de la conquista, y se convirtieron en preservadores de gran parte de la cultura, cosmovisión y lenguas indígenas. En efecto, con el fin de facilitar la evangelización, los misioneros aprendieron, desde el principio, las lenguas de los naturales, para explicarles en su propio idioma la doctrina cristiana. En muchos casos realizaron auténticas investigaciones etnológicas, antropológicas y filológicas, impulsados por el deseo de adaptarse a la mentalidad y modo de expresarse y comunicarse de sus catequizandos. En menos de cincuenta años, los evangelizadores compusieron un centenar de obras en lenguas autóctonas. La obra del franciscano fray Bernardino de Sahagún, Historia General de las cosas de la Nueva España, es una síntesis fundamental de las costumbres, creencias y tradiciones indígenas con el objetivo de facilitar a los predicadores el conocimiento de los naturales y conducirlos así a la fe cristiana.
Por otro lado, los misioneros, desde su llegada, concibieron la evangelización como una tarea educativa. Fundaron centros docentes en todos los niveles. Se instituyeron centros interraciales, y centros educativos para niños y niñas. Se creo una variedad de instituciones educativas cuyo telón de fondo era la evangelización, y que tuvieron como coronamiento los estudios universitarios. En efecto, bien es sabido que la Universidad surgió en la Nueva España, como en el resto de América, por iniciativa eclesiástica, antes que política o gubernativa. Allí se impartieron estudios de teología y filosofía, que pronto se extendieron gradualmente al derecho canónico y civil, la medicina, las matemáticas, y al estudio y aprendizaje de las mismas lenguas indígenas.
En fin, sin afán de privilegiar algunos de los muchos aspectos positivos, ignorando los negativos, que indudablemente existieron, puede afirmarse que pertenecemos al pueblo mexicano y su gran cultura mestiza, enriquecida no sólo por los aportes de dos culturas: la española y la indígena, sino por todas las que coexistieron en estas dos. México, en efecto, es uno de los crisoles culturales más ricos que se dieron en América. Lejos de juicios peyorativos y visiones maniqueas para juzgar lo propio y lo ajeno, debemos reconocer la gran riqueza cultural de nuestro pueblo, lo cual permitió el ensanchamiento de la visión que
del mundo, de la vida, de la divinidad y de sí mismos, tuvieron los antiguos mexicanos, en contrapartida de las pérdidas, cuyos efectos negativos muchos de ellos siguen padeciendo tristemente todavía.
Juan Carlos Casas García
Universidad Pontificia de México