Por: Pbro. Dr. Rogelio Ayala Partida
El Reino Unido, esa nación fuerte y próspera a la que simple, pero equívocamente llamamos Inglaterra, es en realidad, la unión de varios países que se encuentran gobernados bajo un régimen monárquico parlamentario. Los países que la componen son Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Aparte, existe una mancomunidad de naciones independientes que tienen como monarca a quien lleva la corona en el Reino unido.
En México, tenemos una tradición republicana desde el siglo XIX, y para algunas personas, este régimen pareciera lo más lógico, natural, positivo y favorable a cualquier país civilizado. Y no se puede negar que tiene sus bondades, ya que hasta los romanos estuvieron organizados bajo una república, antes de ser Imperio. Sin embargo, hemos de hacer notar que las monarquías son regímenes políticos bastante extendidos, que no sólo existieron mayoritariamente en las naciones del mundo desde la antigüedad, sino que son una realidad amplia en el tiempo presente.
Las encontramos en formas diversas, desde aquellas que son totalitarias y absolutistas (como en la simulada república popular de Corea del Norte) y algunos reinos del Medio Oriente (como Arabia Saudita), hasta las monarquías parlamentarias europeas como Dinamarca, Suecia, España, Luxemburgo, Andorra, Mónaco y Bélgica entre otras. El Vaticano, por cierto, también es un estado monárquico.
La Reina Isabel II del Reino Unido fue, quizá, la monarca más famosa e influyente del siglo XX; con domicilio en el hemisferio occidental, que vivió hasta bien entrado nuestro presente siglo XXI y que extendió su reinado por 70 años y 214 días. Su muerte, el pasado jueves 8 de septiembre hizo al mundo poner la mirada en el Reino Unido y propició hacer una lectura acuciosa y amplia acerca del significado de la monarquía parlamentaria en el tiempo presente.
Algunos afirman que en ese país y en Europa, en general, los reyes y las familias reales son simplemente “un atractivo turístico”; para otros son “una especie de parásitos del erario público que no tendrían razón de existir como figuras públicas en estos tiempos de “democracias.” Y para otros más, son el mejor tema de las revistas de glamour y de moda que sirven para alimentar el morbo y la curiosidad de quienes sólo quieren “mirar hacia arriba”, para olvidarse un poco del mundo “de abajo.”
La verdad de las cosas es que, aunque todos estos comentarios tengan su “pizca” de verdad, hemos de considerar que, en varios de los países con regímenes monárquicos, las cosas funcionan bien, en gran medida, porque su política hace una clara distinción entre lo que es un “jefe de estado” y un “jefe de gobierno.”
El jefe de estado, dependiendo del régimen político, es un monarca hereditario (o un presidente, en el caso de estados como Alemania y como Israel). Él representa al estado y es su cabeza y líder, tanto al interior de éste, como internacionalmente. El monarca permanece en el tiempo más que el jefe de gobierno, no tiene en sus manos de manera directa el poder ejecutivo, pero su firma avala, en última instancia (dependiendo de las leyes), los cambios constitucionales (en el caso de España así es), así como ciertas decisiones de gran trascendencia, y confirma con su autoridad la legitimidad del jefe de gobierno (España tiene ciertas provisiones legales para el monarca, en caso de golpe de estado).
En el caso del Reino Unido, los primeros ministros dependen del Parlamento, de manera que siempre permanecen como figuras subordinadas, además, cada semana el Primer Ministro debe visitar al monarca para tener una conversación privada y secreta, y le pone al tanto del estado de cosas que guarda el gobierno. Eso hace que tenga siempre en mente que él (o ella) es el Primer ministro “de su Majestad.” Los ciudadanos del Reino Unido se sienten muy contentos de que quien ostenta el poder ejecutivo en el gobierno de la nación, tenga que arrodillarse todas las semanas ante su soberano.
La fórmula de distinción entre jefe de estado y jefe de gobierno parece estar funcionando, tanto en esa nación como en otras. Quien representa al estado permanece, aunque sin participar en la política, ya que esta última, como sabemos, es una veleta que mueve el viento de acuerdo con los tiempos cambiantes. Y quien gobierna lo hace supeditado, tanto al Parlamento como al Monarca. Eso favorece el equilibrio del poder e impide la concentración del mismo.
Por el contrario, cuando el país es de un solo hombre, y el jefe de estado es el mismo que el jefe de gobierno, entonces la tarea de conducción de la nación se torna gravosa, principalmente cuando los órganos parlamentarios también son controlados por un solo funcionario. Y en este caso, lejos de lo que parece, se puede ostentar poder de modo más absoluto que como lo hace un monarca parlamentario. Mala cosa es, porque como ya lo sabemos: “el poder absoluto, corrompe absolutamente.”